sábado, 9 de noviembre de 2013

Berti

Apareció en el umbral de la puerta, en mitad de la noche y empapada. Afuera diluviaba. El pelo se le pegaba en la frente y goteaba dejando oscuras manchas deformes en la alfombra de bienvenida. La camisa ceñida por la lluvia, mostraba sus encantos mejor que nunca.  Y aunque el rímel había emborronado sus ojos y la expresión de su cara era de agotamiento, estaba tan atractiva como siempre.
-           ¿Qué haces aquí? Hoy es jueves, ¿no deberías estar en el trabajo?
-          Me han despedido…  he tenido un día de perros.
-          Y encima tienes una pinta horrible.
-          ¿Me vas a dejar pasar o me tengo que ir a casa?
-          Entra…
Olaya desapareció en la penumbra de su caótica casa, y la Rubia despampanante y mojada se coló detrás y cerró la puerta tras de sí. Se sentó en el sofá de terciopelo rojo medio gastado, se descalzó los zapatos y se puso a mirar entre los miles de trastos que había en ese salón. Por primera vez en casi un año, se dio cuenta de que a la dueña de la casa le chiflaban los cuadros donde aparecieran árboles. Estaban por todas partes.
Olaya surgió de repente de la cocina con un par de copas en las manos y le dio una a la Rubia.
-          En el fondo te han hecho un favor, Berti.
-          ¿Qué?
-          Con lo del trabajo, digo. Te pasabas horas y horas en ese barucho de tres al cuarto, sirviendo cafés y limpiando baños, tu jefe no te valora, no te gusta lo que haces, y para colmo está el rarito ese que te mira las tetas… ¡Ni siquiera está bien pagado! Era un trabajo de mierda, y lo sabes.
-          Pues ese trabajo de mierda era lo que me daba de comer. ¡Ya me dirás tú de qué voy a vivir ahora!
-          Te estabas estancando, Berti – le dijo mientras se encendía un pitillo y entornaba sus ojos, ya de por sí rasgados, para evitar que le entrara el humo en ellos. Sujetaba el cigarrillo en el borde de los labios y aspiraba con ganas para luego soltar una bocanada espesa de color gris. Y después sostenía el cigarro con gracia entre sus largos dedos de pianista, mientras seguía la conversación– se suponía que era un trabajo temporal, algo para salir del paso y después volver a lo tuyo, y ya llevas así cuatro años.
-          ¿Lo mío? ¿y qué es lo mío?
-          Ya sabes de lo que hablo. La pintura.
-          ¡Cállate ya y ponme otra copa! Si quisiera escuchar un sermón habría ido a la iglesia… o a ver a mi madre… No, no vengo aquí para eso.
-          ¿Y entonces a qué vienes?
Berti empezó a desabotonarse la camisa lentamente mientras miraba a los ojos a Olaya, y se chupaba los labios con sabor a vino.  El pelo aún húmedo colgaba de sus hombros y comenzó a acariciarse el pecho, pidiendo a gritos sin palabras, lo que más le gustaba.  Olaya se abalanzó sobre ella.  Mordisqueó primero sus orejas y después se abrió camino a besos y lengüetazos a lo largo de su cuello. La Rubia gemía suave y Olaya ya sentía el calor de la excitación entre sus piernas. Sin poder resistirse más, agarró con fuerza sus tetas, bajó la cabeza a la misma altura, y mientras las manoseaba con nerviosismo y devoción, intentaba meterlas enteras en su boca. Tarea  imposible, pues las tetas de la Rubia eran considerablemente grandes.  Berti gemía cada vez más y más fuerte. Su cuerpo grande y perfecto reposaba atravesado en el sofá; con una mano se masturbaba mientras con la otra, agarraba la cabeza de su amante para apretarla más contra su pecho.  Y entonces, Olaya se subió la falda, se bajó las bragas y se sentó sobre la cara de la Rubia al mismo tiempo que inclinaba su cuerpo para colocar su cabeza entre las piernas de ella.  Olaya se movía arriba y abajo, se frotaba contra la boca deliciosa y caliente de la Valquiria, y a la vez ella se la follaba con su lengua y con los dedos.
Y así, entre gemidos escandalosos de placer y con un pecaminoso sesenta y nueve, llegaron las dos al orgasmo al mismo tiempo.  Se tumbaron perturbadas en el sofá, con las caras humedecidas y los cuerpos traspirados intentando recobrar sentido de todo lo que estaba pasando.  Berti se vistió rápidamente, se ordenó el pelo y apuró la copa de un trago.
-          ¿… Ya te marchas?
-          Sí, es tarde.
-          Podrías quedarte a dormir aquí, si tú quieres…
-          … Es mejor que no, sabes que me gusta dormir en mi cama. Además, mañana tengo que madrugar.
-          ¿Y qué vas a hacer? ¿Ir a trabajar?- preguntó Olaya socarrona mientras se levantaba del sofá y le daba la espalda para marcharse del salón, mostrando su culo respingón por encima de la falda que aún llevaba puesta.

-          Mañana empiezo a pintar árboles.  

viernes, 25 de octubre de 2013

Roberta.

Roberta. Roberta trabaja de 9 a 9 entre semana y los sábados por la noche. Ella se encarga de poner las copas en el Ayala y de tener contentos a los clientes.  Y los tiene, ya lo creo que están contentos. Roberta es alta, de piel clara, de pelo largo y rubio, y caderas anchas y pechos imponentes. Roberta se llama Roberta por herencia de su abuela paterna, a la que ni siquiera conoció pero todos los días recuerda. Roberta es fresca como el rocío de la mañana, y las ganas se le escapan a cada pestañeo, a cada movimiento de manos, -de sus manos finas y suaves- , a cada contoneo (con o) sin intención.
 Ay, Roberta, Roberta.  Fruto de mis deseos, anhelos de perversión turbadora…
 A ella le gusta ser el centro de las miradas. Lleva entrenándose desde jovencita, cuando paseaba en bicicleta con calcetas altas y las rodillas rasguñadas, enseñando un poco  las bragas con cada pedaleo. Tan adorable con su cara llena de pecas, tan excitante con sus tirabuzones rubios acariciándole la mitad de la espalda, esa espalda esbelta que parece hecha a la medida de mis manos…, entonces me volvías loco pero  jamás dije nada, y loco sigues volviéndome… pero aquí estoy yo, cada semana de los últimos tres meses, y sigo sin decir nada. Me siento en la mesa del fondo, con mi café y mi periódico y finjo que me interesan las noticias internacionales, los sucesos del día a día, las esquelas, la programación semanal, etc.  Pero no es cierto. En realidad me escondo tras las hojas grandes de papel  a mirarla. Y yo sé que ella sabe que la miro pero se hace la sueca, y sé que le gusta. A veces la descubro mojándose los labios con saliva mientras hace su trabajo, mientras finge que la cosa no va con ella y sigue a lo suyo, y cuando pienso que debería recurrir a la ayuda profesional, ella me mira directamente a los ojos una milésima de segundo y sonríe de manera casi imperceptible (para el ojo no entrenado) y me fulmina. Me fulmina con su mirada maliciosa y juguetona.
Roberta, ay, Roberta. Me matas tres veces al día con esa mirada, con esos ojos de gata que  maúlla a dos metros de distancia pero rehúye si te acercas con intención de tocarla, de acariciarla, de besar ese cuello frágil de cisne blanco, sus hombros redondos como la luna, su vientre llano, sus piernas infinitas… Roberta, haces que me endurezca.
Me imagino que la cazo cuando pasa por mi lado con la bandeja en alto. La agarro de la cintura y la siento en mis piernas. Entre mis piernas. Me encantaría enredarme en su pelo y meter mi cara en su escote. Me obsesiona el olor de sus tetas. Yo creo que deben oler a extracto de vainilla y coco, no sabría bien decir porqué. Le metería la mano por debajo de la falda, desde atrás adelante, para sentir el calor de sus nalgas y de su sexo en la palma de mi mano…  

Ay, Roberta.  Mi valquiria, ejemplo de vicio y perdición… todo te daría si tú me dejaras.  Si yo me dejara…

lunes, 4 de marzo de 2013


Llevas acechándome toda la cena. Eres el lobo solitario descarriado de la manada, medio hambriento y falto de cariño. No te atreves a atacar pero es lo que más deseas. En cambio, tampoco eres un cobarde, lo sé porque tus ojos arden de pasión. Sólo eres cauto, eso es. Hábil, astuto, sagaz. Casi me jadeas las palabras, me las clavas a conciencia bajo la oreja izquierda mientras hundes tu mirada en lo hondo de mi escote.
Me sigues hasta el baño – de lobo a perro faldero- me obligas a mirarte a través del espejo y a la vez me lavo los dientes; te acercas sigiloso (lobo otra vez). Me tocas con la ropa puesta. Siento tu mano quemándome a través de la camiseta mientras se desliza espalda abajo. Te acercas un poco más, y empiezas a frotar tu polla a la altura de mi culo, con la otra mano buscas mis pezones sobre el sujetador. Me sigues mirando, más hambriento que nunca, famélico de sexo, ansioso por sentir el calor que desprenden mis muslos, insaciable de mi cuello… y yo, espumeando por la boca llena de dentífrico. Te abalanzas, el cepillo se cae por alguna parte que no logro distinguir, porque para entonces estoy tan excitada que se me nublan los sentidos; me bajas las medias, me subes la falda, me inclinas con violencia sobre el lavabo y el frío del mármol se me pega en las costillas erizándome el vello del cuerpo entero, te la sacas y me follas. Sin más. Sin un “hola, quiero penetrarte”. En realidad, llevabas avisándome toda la noche, no sé cómo me atrevo a acusarte de falta de romanticismo.
Total, que ahí estamos tú y yo, haciéndolo como animales, glotón de mis besos con sabor a menta, tirándome del pelo, haciéndome temblar las rodillas y susurrándome que donde mejor me quedan las medias, son arrugadas en los tobillos.  Y no sé, si es la manera en la que te agarras a mis caderas, o la perversión de tus movimientos, quizás, tu veneración excesiva de mi clítoris, o puede que tu fetichismo por los cepillos de dientes… el caso es que me seduces de tal manera que yo… me cautivas… me corrompes… me embaucas… ¡me corro, me corro, me corro…!